domingo, 20 de enero de 2008

Sobre el amor...

Sobre el amor...
Releyendo los artículos de Rudy Spillman y Florencia Moragas sobre el amor, he llegado a la conclusión que es el momento indicado para complementar dichos conceptos con algunas de las enseñanzas de mis autores preferidos que aparecen en mi novela Alma Mística: http://www.lulu.com/content/1431634
En su artículo: Hablando de Amor... Florencia dice:
“Sin lugar a dudas el amor es un sentimiento profundo y precioso si es sano, recíproco y comprometido. Pero por el contrario puede ser un calvario , una obsesión, una pesadilla”
Mi maestro Vargas Vila dice:
“Los labios que han besado de amor no vuelven nunca a la serenidad perdida. Las grandes almas tocadas por el cáncer del amor, se hacen débiles.
“El amor rompe la vida y todos los amores no bastan para unirla luego, es el privilegio de esa pasión fatal.
“El amor es como el cóndor, desgarra el nido que lo alberga, y aún cuando vuelve, deja las huellas de sus garras en el nido abandonado.
“El amor es como el rayo, por donde pasa no deja sino ruina.
“El amor es como el presentimiento, después de habernos hecho sufrir tanto, termina por engañarnos.
“A la debilidad de amar sigue el tormento de sufrir; el dolor y el amor son gemelos, unidos andan como los monstruos del siam: no los separa ni la muerte.
“El amor es la invasión del sueño en el teatro de la vida, el sueño de locura.
“El matrimonio es el calvario de las almas, la crucifixión del ideal y la tumba del amor; es el lecho donde duermen las almas torturadas, es el poema de la tristeza y del hastío.
“¡Oh, el desolado país del desencanto!
“El cristo, si realmente existió, no fue sino un loco triste, cuyo gesto de pasividad melancólica no lo elevó nunca a la desesperada y atronadora actitud de la grandeza, ha tenido el don de haber sido adorado como un Dios, a falta de honor para haber sido admirado como un genio. Y este jefe de los misóginos, no dobló la cabeza a la coyuntura que impuso para tormento de los otros; no entró en la institución que estableció para congoja de los demás. Apuró todos los martirios, menos ése. Sus labios de apóstol no juraron el amor. Él consagró su vida sin hembra: la mujer es funesta al genio. Prefirió sufrir el beso traidor al beso enamorado.
“El monte de los Olivos en que lloró el Redentor, es menos triste que el bosque de los mirtos en que agoniza el amor.
“Misógino rebelde, llegó hasta perdonar a la mujer, pero no llegó a amarla nunca. Tenía por el sexo todo un desprecio orgulloso que se extendía a su madre misma: mujer ¿qué hay de común entre tú y yo?, le dijo un día.
“Y, ese altivo despreciador de mujeres, se vengó de ella, dejándola condenada al matrimonio, esclavitud más cruel que la de un paria, servidumbre más vil que la de una i”.
¿Qué de cierto tiene este pensamiento de mi maestro?

miércoles, 9 de enero de 2008

Aclaración

En este blog he colocado parte de la novela Alma Mística; pero en el prólogo dije claramente que: " Esta obra la he confeccionado con un lenguaje sencillo, inspirado en los libros de mis maestros César E. Rivas Lara, Miguel A. Caicedo M., Miguel Ángel Asturias, Álvaro Salom Becerra, Fernando Soto Aparicio, Miguel de Unamuno, Guillermo Edmundo Chaves, José Joaquín Fernández de Lizardi, Gabriel García Márquez, Julio B. Sosa, el inolvidable José Mármol, Víctor Hugo el inmortal y el divino Vargas Vila. Y, como esos discípulos que sufren el deslumbramiento de la admiración, voy tras ellos, recogiendo las rosas de sus estilos, para modelar sobre ellas mis creaciones".
Cada vez que tomo un libro lo hago con el propósito de aprender algo de él. Hay autores que motivan su historia pero no estimulan para uno leer dos veces el mismo libro. Un caso patético es nuestro premio nobel de literatura, Gabriel García Márquez. Sin embargo, cuando leo algunos libros de Vargas Vila,como Ibis, Flor de Fango, La Simiente, La Muerte del Cóndor, Los Césares de la Decadencia, Pretéritas,... quedo tan impresionado que trato de releerlos dos y tres veces; y así de muchos escritores que he mencionado en el prólogo.
Soy docente y me sentiría homenajeado si alguno de mis discípulo me imitara, y por eso tengo el convencimiento que un verdadero intelectual se sentirá orgulloso que sus discípulo lo imiten. En otras palabras: Me gustaría imitar a mi maestro Vargas Vila, o al menos, hacerle un pequeño homenaje, porque sé que si él estuviera vivo se sentiría dichoso. Además,deseo contribuir a que lean más sus libros. Yo me considero ser un verdadero discípulo de Vargas Vila y nadie me puede quitar esa grandeza.

César Rodríguez Valencia

martes, 8 de enero de 2008

Alma Mística (última entrega)

Nota:
Esta última entrega de mi novela Alma Mística, que es como una especie de reconocimiento a la belleza de la mujer colombina y a la nobleza de sentimiento de los jóvenes campesinos del Darién y del Chocó, corresponde la tercera parte de la obra.
Si algún lector se interesa en ella, puede adquirirla en: http://www.lulu.com/content/1431634.

Mientras Lides María pasaba distraída por el parque del Colegio, miradas extrañas la espiaban, un corazón amante suspiraba cerca de ella.
"Hay almas que se duermen en el ensueño, como en la nube el águila, mueren en pleno éxtasis. Se hunden en la bruma después de haber vivido en las nubes; no sienten la aproximación de la penumbra, entran en ella por la puerta del silencio, en la barca de los sueños luminosos. ¡Almas fuertes y bellas!
Abrazadas a una pasión única, viven de ella, se absorben en su culto, y se postran para idolatrar a un ídolo. Viven en el fuego; su pasión las ilumina, no las quema". A un alma así deslumbró Lides María con el esplendor de su belleza, inspirando una pasión semejante en Yúnier.
Su hermosura celestial hizo estrago en aquel corazón sensible; la que entonces, fascinada por su ingenuo proceder, volateó en torno suyo. Su culto silencioso fue como el de Vespertino por la Lámpara Sagrada: siempre girando en torno a ella y siempre lejos…
La impresión que le produjo Lides María, fue la de un deslumbramiento, la belleza incomparable de ésta, la elegancia en el vestir, su manera de andar, todo era nuevo para aquel joven, nunca había visto algo semejante. Y cuando Lides María transitó cerca de él, le provocó casi postrarse, como si hubiera pasado en sus andas doradas la Virgen del Carmen que era la patrona de aquel pueblo. Vinieron desde entonces para él, las noches de insomnios, las nostalgias asfixiantes, las ilusiones y anhelos de esa fiebre encantadora que se llama amor. Amor de veinte años, fresco y puro como una mañana primaveral, amplio y despejado como un horizonte, casto y primitivo que se desbordó en él. No era ese amor superficial de los jóvenes de la ciudad, mancillados con besos de meretrices y abrazos de sirvientas: amor de deseos torpes; amor marchito, nacido en corazones gastados y sin fuerzas, para esas grandes pasiones que llenan, embellecen y acaban con la vida. Así no era su amor...
Culto no confesado, crecía en el silencio de su corazón y se alimentaba en el aislamiento de su alma.
¿Cómo atreverse a confesarle ese martirio? De pensarlo no más se estremecía.
¿Cómo arrancar entonces ese amor? ¡Oh, no lo quería tampoco! Consumirse en llamas era su ideal.
En una de esas tantas noches de desvelo, que no pudo conciliar el sueño, Yúnier, invitó a unos amigos, y bajo la ventana por donde dormía Lides María, entonaron una de esas serenatas apasionadas y melancólicas, producto de corazones enamorados. Cantaron con el alma esos paseos y vallenatos hechos para hacer soñar y hacer sufrir a las almas sensibles. Y cuando callaban, el eco de sus voces varoniles, esparcidas en cadencia, iba a perderse en el aire calmado, bajo el cielo brumoso, en aquellas inmensidades vagas del mar. Allí los sorprendió el crepúsculo; momento en que, como una diosa que abandona con la primera luz del alba el lecho tibio de plumas y musgos en que dormía, Lides María arrojó a sus pies la manta y ligera saltó del lecho suyo. En pie sobre la alfombra dejó caer la túnica importuna, que rodó a sus plantas cubriéndolas por completo. Y así, parecía como emergiendo de las espumas inmaculadas del mar, cual si apoyase sus pies en una ostra nacarada en perlas y corales. Y quedó allí, desnuda, casta, impotente. La estancia toda parecía iluminada al resplandor radiante de su cuerpo.
“¡Deidad terrible la mujer desnuda. Terrible porque así es omnipotente!”
Lides María en su desnudez de diosa, sola en ese templo sin creyentes, sobre la piedra consagrada del altar, se entregó a la inocente contemplación de su belleza inigualable. Y, en la atmósfera calmada, tibia con los perfumes de su cuerpo, se sentía en el aire algo así como las vibraciones del himno triunfal de su hermosura.
Venus saliendo de las espumas inmaculadas del mar, no fue más bella que aquella virgen, surgiendo así de su lecho, blanco como la nieve, donde quedaban intactas, tibias todavía, las huellas de su cuerpo perfumado.
Arrojando a un lado y a otro la mirada ingenua de sus ojos, aun somnolientos, avanzó unos pasos y se halló frente al espejo, que parecía temblar ante el encanto y el huracán de esa belleza desnuda. Sus pechos pequeños, erectos, duros, con delicadas venas azules que terminaban en un botón vivo, color de sangre joven; por su perfección, podrían como los de Elena, haber servido de modelo para las copas del altar. Su cuello largo y redondo como la columna de un sagrario. Sus piernas duras y torneadas remataban en pie diminuto, de talones rojos como claveles de valle, y dedos que semejaban botones de rosas aun sin abrir en el crepúsculo.
Frente al espejo se contemplaba serena, aquella contemplación era inocente, se veía y se admiraba, tenía el casto impudor de la infancia, era descuidada porque así era pura, y sin embargo, en aquella hermosa esmeralda humana se ocultaba el fantasma del dolor.
César Rodríguez Valencia

viernes, 4 de enero de 2008

Alma Mística (quinta entrega)

En el claro azuloso de esa noche, embalsamada por el cáliz desmesurado de una gran flor del firmamento, la majestad espectral de los árboles se dibujaba en el horizonte, en cuyo fondo, de una palidez metálica, las nubes multiformes semejaban una bandada de aves en derrota.
Envuelto en una capa y reclinado en la popa de la nave, Céar tenía los ojos fijos en la bóveda azul del firmamento, sin ver, sin embargo, los vívidos diamantes que la tachonaban, abstraído su espíritu en las recordaciones de su infortunada suerte en el pueblo de donde acababan de zarpar.
¡Qué de malas mía!- se decía. ¿Por qué seré yo tan infortunado? Dios nos proteja, dijo después de algunos minutos de silencio y meditación en que sus ojos habían estado extasiados en el firmamento bordeado con su luna y sus estrellas, y en que parecía que sus ideas habían tomado rumbos diferentes en aquella alma espontánea, impetuosa y al mismo tiempo tierna y sensible, y después de esa exclamación continuó en el silencio de su pensamiento.
“Dios, que es la sabiduría y la unidad del universo. Dios, que sostiene pendiente de la hebra impalpable de su voluntad soberana esos mundos espléndidos que giran en esa bóveda infinita y diáfana que parece formada con el aliento de los ángeles.
“Esos astros, eternos como la mirada que los ilumina, verán alguna vez sobre estas olas la realización de los bellos sueños de mi mente. Sí. El porvenir de mi tierra está escrito en la obra de Dios mismo: es una magnífica y espléndida alegoría en la que ha revelado los destinos del nuevo mundo el gran poeta de la creación universal.
“Esas inmensas praderas donde brota una flor de cada gota de rocío que cae en ellas.
“Esos ríos, inmensos y cristalinos como el mar, que se cruzan como arterias del cuerpo gigantesco de la América, refrescan por todas partes sus entrañas, abrazadas con el fuego de sus metales.
“Esos espesos bosques, donde la salvaje orquesta de la naturaleza está convidando a la armonía del arte y de la voz humana.
“Esta brisa, suave y perfumada, que pasa por la frente de aquellas regiones como el suspiro enamorado del genio protector que las vigila.
“Esas nubes, matizadas siempre con los colores más risueños y suaves de la naturaleza.
“Sí, todo esos magníficos espectáculos son palabra elocuente del lenguaje figurado de Dios, con que revela el porvenir de estas regiones.
“Las generaciones se suceden en la humanidad como las olas en este inmenso mar.
“Cada siglo cae sobre la frente de la humanidad como un torrente aniquilador que se desprende de las manos del tiempo, sentado entre los límites del principio y del fin de la eternidad: se desprende, arrasa, arrebata en su cauce las generaciones, las ideas, los vicios, la grandeza y las virtudes de los hombres, y desciende con ellos al caos eterno de la nada. Pero la creación, esa otra potencia que vive y lucha con el tiempo, va esparciendo la vida donde el tiempo acaba de sembrar la muerte. Ese torrente indestructible arrebatará de las riberas del mar esta generación amasada con el polvo, la sangre y las lágrimas de ella misma. Vendrán otras y otras, como las olas que se van sucediendo y desapareciendo ante mis pesados ojos.
“¡Vendrán…!
“Cada pueblo tiene su siglo, su destino y su imperio sobre la tierra, y los pueblos del Chocó tendrán al fin su siglo, su destino y su imperio, cuando las promesas de Dios, fijas y escritas en la naturaleza que nos rodea, brillen sobre la frente de esas generaciones futuras, que verterán una lágrima de compasión por los errores y por las desgracias de nosotros. Sí, tengo fe, pero fe en tiempos muy lejos de los nuestros. ¡Patria, patria! ¡La generación presente no tiene sino el nombre de tus padres!... Y, tú esposa mía, ángel conciliador de mi alma con la vida, de mi corazón con los hombres, de mi destino con mi patria; tú, hebra de luz que me pone en relación con Dios, extendida desde el cielo hasta el sitio terrenal en que me ahogo; tú, eres el único ser de todos los que he visto sobre la tierra, a quien quisiera volver a hallar en el cielo, para que nuestras almas volviesen, de cuando en cuando, entre los pálidos rayos de la luna, a contemplar la tierra, que fue testigo de nuestro amor, como es testigo de tantos desengaños, de tanta virtud mentida, de tanto crimen y de tantas miserias reales”.
La luna escondió en ese momento su faz de nácar entre los velos de una parda nube, mientras Céar reclinaba la cabeza sobre el pecho de su amada esposa, embriagado en el éxtasis de su espíritu; y cerró los ojos arrullado por las olas del poderoso mar Pacífico, somnolientas y perezosas bajo el tranquilo e iluminado pabellón del cielo.
Céar y su esposa, como sugestionados por la calma letárgica del mar, y por la intraducible voz del infortunio, se desesperaron por la inmensa aventura de estar juntos en un bote de vela y remo con rumbo desconocido.

Al tercer día de navegación, los vientos leves se habían hinchado repentinamente, impulsando olas cada vez más alzadas y densas. El mar verde claro se había transformado en un mar verde de hierba, opaco, cada vez más levantisco, que de verde tinta, pasaba a verde humo. Los marineros husmeaban las ráfagas, sabiendo que olían distinto, con ese negror de sombra que se les atropellaba por encima, y esos bruscos aquietamientos, cortados por fuertes lluvias, de gotas tan pesadas que parecían de Mercurio.
En las cercanías del crepúsculo, pintóse la andante columna de una tromba, y la nave como llevada en palma, pasaba de cresta en cresta, tambaleándose en la noche con los fanales extraviados. Se corría ahora sobre el descompasado hervor de una agua levantada por sus propias voliciones, que pegaba de frente, de costado, largando embates de fondo a las quillas, sin que los rápidos enderezos logrados a timón pudieran evitar las arremetidas que barrían la cubierta de borda a borda, cuando no hallaban al bote de popa al empellón. ¡Hemos sido agarrado de lleno!-Dijo el capitán, ante la ascensión de la clásica tormenta.
La noche brillaba en instantes fugaces por los relámpagos, el horizonte rugía por la tormenta, y la nave que había penetrado en un vasto bramido, se quejaba por el efecto del viento huracanado.
A las seis horas de fatiga, se levantó un sudeste furioso; los mares crecían por momentos, y hacían unas olas tan grandes que parecía que cada una de ellas iba a sepultar el navío. Con los fuertes huracanes y repetidos balances, no quedó un farol encendido; a tientas procuraban maniobrar los marineros. La terrible luz de los relámpagos servía para atemorizarlos más, pues, unos a otros, veían en sus pálidos semblantes pintada la imagen de la muerte, que por momentos esperaban.
En este estado, el golpe del mar rompió el timón, y una furiosa sacudida del viento quebró el mastelero del trinquete. Crujía la madera y, las jarcias sin poder recoger los trapos, que ya estaban hechos pedazos, porque no podía la gente detenerse en las vergas. Como los vientos variaban y carecían de timón, bogaba el bote sobre las olas por donde aquellas lo llevaban.
En tan deplorable situación ya se deja entender cuál sería vuestra consternación, cuáles vuestros sustos y cuán repetidos vuestros votos y promesas.
La mujer en las luchas con las asechanzas del destino, sólo tiene la fuerza de su propia debilidad, pero en la lucha con el dolor, tiene ocultos tesoros de fortalezas misteriosas. El hombre es superior ante los peligros materiales y las luchas físicas, pero la mujer es siempre más valerosa, más fuerte, en las luchas supremas con el infortunio.
En esos instantes de la vida, en que parece condensarse todas las nubes del dolor sobre la frente y la ola salobre de la muerte nos golpea el labio y amenaza sumergirnos; cuando el hombre rendido dobla la cabeza, deja caer los brazos, y como un náufrago se deja llevar por la corriente, la mujer se llena de coraje, lucha con brío, flota sobre la mar embravecida y gana el puerto, y si el amor la inspira se agiganta. Una madre que lucha por su hijo, una esposa que combate por su esposo, una hermana por su hermano, una hija por su padre, una amante por su amante, son sublimes y poderosas con su amor: el sufrimiento las magnifica y el amor las diviniza. He aquí porque Editza había resistido sin desfallecer aquella lluvia de dolores y desgracias; y en el momento agónico en que una ola gigante destrozó la nave, amparó a su esposo como cuando una madre pone el pecho para detener la bala homicida dirigida a su hijo. Ella con su esposo moribundo, agarrándolo de la cintura, cayó al inmenso mar enfurecido; y en un instante supremo de desesperación logró sujetarse a los restos de la nave que tomó el rumbo que el viento quiso.
Vagaron a la deriva durante días y noches; y cuando ya creían que morían en el mar, pudieron ver desde lo alto de una ola una costa cercana, cuya vista les imprimió deseos de vivir; nadaron hasta la ribera; pronto, sin embargo, advirtieron que no había allí playa alguna a que arribar, sino acantilados, arrecifes y remolinos, y ese espectáculo los sumió en una triste divagación.

Continuará...
Viene lo mejor

César Rodríguez Valencia

César Rodríguez Valencia

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