Haciendo uso del instinto de conservación, el joven atravesó la sierra, se extravió en los pantanos desmesurados, remontó ríos torrentosos, y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la fiebre antes de conseguir la ruta de enlace a las cabeceras del río Pavasa.
Virudó, que era, entonces, una aldea de unas cincuenta casas, de palmas, cantoneras y cañabravas, construidas a orillas del Mar Pacífico, de aguas diáfanas, saladas y azulosas, que se precipitaban por un estero pantanoso, rodeado de manglares y palmeras, asomó por fin; pero las aguas se le juntaron al ver en un claroscuro, asesinos regocijados haciendo alarde de su grandeza monstruosa, que compartían y destruían, violaban y ultrajaban, a diestro y siniestro mujeres indefensas.
Editza, oculta en la choza de su madre, que se había recostado a la espera desesperada del amanecer, con los nervios en tensión, estrujándose pierna contra pierna, magullábase los brazos en posturas incómodas; espolvoreaba brasas por los poros; enterraba y desenterraba la cabeza en la almohada sin poder cerrar los ojos.
Al toquido de Céar, saltó de la cama a la puerta, sofocada, con el resuello grueso como cepillo de lavar caballos.
-¿Quién es?
-¡Yo, Céar, abrí!
Ella, al verlo convertido en un andrajo, pálido, demacrado y lleno de sangre, corrió desesperadamente y lo abrazó; lo miraba, lo acariciaba, lloraba y lo besaba, pero sin decir palabra alguna: sentía un nudo en la garganta y los ojos encharcados por el llanto.
Después de pasada la emoción, Céar la separó con delicadeza y se dirigió a donde Octavila, su suegra; les narró el doloroso acontecimiento y les hizo saber del peligro que las asechaba.
-Usted es el único indicado para cuidar de mi hija-dijo la suegra, haga lo que mejor estime conveniente, pero ¡sálvela!
-No nos queda de otra –dijo Céar, sino irnos inmediatamente para cualquier parte.
El comandante Egirio, hombre de baja estatura, color moreno oscuro, nariz chata, ojos grandes, negros y penetrantes, mirada firme y diabólica, pasó por el puente a toda prisa acompañado de un grupo de facinerosos-una vez la muchacha en mi poder- les venía diciendo, ustedes pueden saquear la choza, les prometo que no saldrán con las manos vacías; pero, ¡eso sí! Mucho ojo ahora, se nos pueden escapar estos malditos conservadores, y nuestra misión es acabar con todos, tenemos que demostrar nuestro verdadero amor al partido liberal.
A un hombre como Egirio, sin entrañas, no era la bondad que lo llevaba a sentirse a gusto en la presencia de una emboscada asesina, tendida en pleno corazón de la aldea contra un pobre hombre casi muerto e indefenso, protegido únicamente por el deseo de vivir.
Ignorantes e imbéciles como Egirio, no iluminan como los sabios, pero engañan como los farsantes; no son revolución, sino trastornos; poseen sed de sangre y fiebre de poder. Esa agrupación bastarda y horrorosa, con características pestilentes, ¿de dónde surgió? Según sus blasfemias, eran miembros del partido liberal colombiano, así lo manifestaban por todo el pueblo con voz al cuello; grupo de sádicos, manada de ignorantes que salieron de la nada.
Egirio, en esa tierra, fue la personificación del crimen. La historia de tales aldeas no presenta otra figura más odiosa. Egirio fue la enorme vaca andrógina, hecho para desconcertar por igual todos los cálculos de la zoología y todos los postulados de la ética. Perteneció a ese grupo reducido de seres, nacidos para hacer enrojecer la historia.
En la escala teratológica, Egirio no perteneció a los felinos, ni a los carniceros, ni a los grandes y terribles destructores, cuyas siluetas hacen una sombra de pavor en la historia y en las selvas. Perteneció a los rastreros, a los silenciosos, a los vertebrados inferiores: es de la raza de los vipéridos. No busquéis en él ninguna forma de fuerza que no sea la de la astucia, ninguna grandeza que no sea la del mal. No esperéis verlo saltar en plena luz meridiana, sobre el campo del peligro y devorar la presa, no, la luz hubiera vencido aquel anfibio extraño que buscaba la sombra violácea de las aguas fétidas de los pantanos: mitad hiena mitad boa; esperadlo en la noche, en el silencio, a la hora de devorar los cadáveres, veréis entonces su silueta pávida entre el festín.
¿A qué escala zoológica, a qué sexo perteneció este ser colocado por la naturaleza fuera de ella y al cual se olvidó de clasificar? Asqueroso embrión, indefinido y repugnante ¿Cómo pudo ser colocado por el destino en el camino de los grandes hombres para destruirlos? Larvado, informe, con todas las apariencias de un fenómeno inservible y repugnante. ¿Por qué extraño misterio de la vida, algo así tan infinitesimal fue tan siniestramente fatal? Su pequeñez no tuvo matices, como la de ciertos insectos, que algunos llegan hasta ser luminosos. Fue de un negro monótono de sangre y de cloaca, difícil de distinguir del lodo que lo creó. ¿Cómo en ese átomo de anfibio pudo caber todo el abismo del mal? Vedlo a la luz crepuscular y oblicua con sus ojos llenos de diabolismo, deslizarse por el matorral del crimen, arrastrando las patas traseras, con un movimiento de hiena en las ancas escurridas. ¿Cómo pudo arrastrar en pos de sí una espada, este hombre que ignoró siempre donde quedaban los prados rojos, los ríos de fuego y las cimas incendiadas de la epopeya?
Sólo hay una cosa que Egirio ignoró tanto como el honor y la virtud. El día que hubiese de levantar una estatua a la cobardía, Egirio daría el modelo más perfecto de ella. El miedo, he ahí su musa. Fue el miedo que dio a esta liebre infecta la talla enorme de un monstruo. ¿No veis cómo le crecieron las garras bajo las pezuñas? Su enorme asnalidad se hizo trágica, como si leviatán, ebrio de sangre, se hubiera encarnado bajo la piel de aquel jumento enfurecido. ¿Por qué su acefalía absoluta no avanzó un grado más y lo hizo completamente idiota? Tal vez se hubiera salvado de quedar incluido en los recuerdos amargos de la historia.
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