lunes, 31 de diciembre de 2007

Alma Mística (cuarta entrega)

Eran las tres de la mañana, y la luna llena y pálida se levantaba de allá del fondo de las aguas.
Una franja de luz, desde el pie de la eterna viajera de la noche atravesaba el río, y parecía sobre su superficie movediza una inmensa serpiente con escamas de nácares y de plata.
La noche era apacible. Las estrellas poblaban el azul del firmamento, y una brisa sutil y perfumada en los jardines de nuestras costas pasaba por la atmósfera, como el suspiro enamorado de las sílfides que vagaban en aquel momento entre los tiernos rayos de la luna, jugando con la luz diamantina pero tenue de nuestros astros meridionales. ¡Todo era soledad, tristeza y poesía! ¡Todo diafanidad y calma en la naturaleza! Allí, a orillas de ese río, testigo tantas veces y en ese instante de la tormenta desencadenada contra las costumbres de un humillado pueblo.
Las olas se escurrían lentamente sobre un blando y arenoso lecho y, por un momento parecía que el invierno había plegado sus nevosas y agotadoras alas, porque en la brisa marina se respiraba un aliento primaveral.
Al pie de la barranca, que declinaba suavemente hasta la orilla del río, erguida sobre un pequeño médano, a pocos pasos del límite de las olas, una mujer contemplaba estática la aparición de la redonda luna, saliendo muellemente de las ondas. La serpiente de luz venía a quebrar sus últimos anillos junto a aquella misteriosa criatura, y las aguas llegaban con respeto a derramar su blanca espuma en la arena en que se acolchonaba su delicado pie, con ese murmullo del mar tranquilo que parece el canto misterioso con que se arrulla al genio del espacio cuando duerme quieto sobre su lecho de olas.
Los ojos de esa mujer tenían un brillo astral y su mirada era lánguida y amorosísima como el rayo de la cándida frente de la luna. Sus rizos, agitados suavemente por el pasajero soplo de la brisa acariciaban sus mejillas, pálidas como la flor del aire cuando el sol la toca, y los encajes de su cuello, descubriéndolos furtivamente, dejaban ver el alabastro de su garganta que, lejos de estas horas de la noche, habría parecido una de esas columnas del crepúsculo matutino que se levantan, blancas y transparentes como el mármol de carrara, entre los estambres dorados del oriente.
Su talle, ceñido por un jubón de terciopelo negro, parecía sufrir con la resistencia a las ligeras corrientes de la brisa y no doblarse como el delicado mimbre de una rosa, y los pliegues de su vestido oscuro, englobándose y desmayándose de repente, parecían querer levantar en su nube aquella diosa solitaria de aquel desierto y amoroso río.
Esa mujer era Editza, en quien su organización impresionable y su imaginación poética estaban subyugadas por el atrayente imperio de la naturaleza, en ese momento y bajo esa perspectiva de amor, de dolor, de melancolía y dulcedumbre, salpicado el cielo por un millar de estrellas que, como un arco de diamantes, parecían sostener engarzada la transparente perla de la luna cuando todos los síntomas invernales habían huido bajo la brisa del trópico. Y, el alma sensible y delicada de la joven, sufriendo uno de esos delirios deleitables, que oía y veía con su espíritu, lejos del mundo material de la vida, sumergida en ese otro sin forma ni colores, donde campean los espíritus poetizados en los vuelos de su enajenación celeste.
Ella no veía ni oía con los sentidos, y el leve rumor que de repente hicieron las pisadas de un hombre cerca de ella, no le hicieron volver su bellísima cabeza del globo argentado que contemplaba en éxtasis.
Un hombre había descendido de la barranca. Sus pasos, precipitados al principio, se moderaron luego, a medida que fue aproximándose a la solitaria contempladora de aquel poético lugar.
Una especie de contemplación religiosa pareció embargar el ánimo de ese hombre, cuando a dos pasos de ella, cruzó sus brazos sobre el pecho y se puso a admirarla en silencio. Pero un suspiro hizo traición de repente a su secreto y, volviendo súbitamente la cabeza, la joven dejó escapar una exclamación, a tiempo que su cintura quedó presa entre las manos de aquel hombre, arrodillado ante ella: ese hombre era su esposo.
-¡Editza de mi vida!
-¡Céar mío!
Fueron las primeras palabras que pronunciaron.
-¡Ángel de mi vida, cuán bella estás así!-dijo el joven continuando de rodilla al pie de su amada, mientras sus manos oprimían su cintura y sus ojos se extasiaban en la contemplación de su belleza.
-Pensaba en ti-dijo ella, poniendo la mano sobre la cabeza de su esposo.
-¿Cierto?
-Sí, pensaba en ti; te veía pero no aquí, no en la Tierra; te veía a mi lado en un espacio diáfano, azulado bañado suavemente por una luz de rosa, respirando un ambiente perfumado, embriagado de una armonía celeste que vibraba en el aire; te veía en uno de esos instantes de éxtasis en que una fuerza sobrenatural parece desprenderse de la tierra.
-¡Cuán bella estás esposa mía! Y, Céar echaba a la espalda los rizos de su amada, para que todo su rostro fuese bañado por los rayos plateados de la luna.
-Eres feliz, esposo mío- ¿no es cierto?
-Luz de mi vida, yo no envidio a tu lado la existencia inefable de los ángeles… mira ¿Ves aquel astro, el más brillante que tiene el firmamento? ¿Lo ves? Ése es el nuestro, Editza; ésa es la estrella de nuestra felicidad; ella irradia, brilla y resplandece como nuestro amor en nuestras almas, como nuestra felicidad a nuestros propios ojos, como tu belleza irradia, brilla y resplandece en mi agotado espíritu.
-¡No, no!...
-¡Editza!
-¡No, es aquélla!, dijo la joven, extendiendo su mano y señalando una pequeña y pálida estrella que parecía pronta a sumergirse en el confín del río. Después, su espléndida cabeza se reclinó en el hombro de su esposo y sus ojos se clavaron sobre el cenit azul del firmamento.
-¡Céar, Céar mío!-exclamó la joven con sus ojos fijos en las estrellas.
-Vivo para ti-esposa mía. Respirar siempre, siempre, un perfume de felicidad como éste que nos embriaga. Beber tu risa ¡Oh, soy feliz, muy feliz! Oír siempre de tus labios una palabra de cariño, Editza; la esplendidez del día, la melancólica hermosura de la luna, el universo entero desaparece a mis ojos cuando tu imagen me preocupa; y como tu imagen está fija y gravada sobre mi alma, sólo tú existís para mi corazón… Tú me amas, ¿no es verdad? ¿Tú aceptas en el mundo mi destino no es verdad?
-Sí.
-¿Cualquiera que sea?
-Sí, sí, cualquiera que sea. Y si el destino adverso que te persigue te condujera a la muerte, el golpe que contase tu vida haría volar mi espíritu en tu busca…
Céar estrechó contra su corazón a aquella ideal criatura; y en ese instante, cuando ella acababa su última palabra inspirada por el rapto de entusiasmo en que se hallaba, un trueno lejano, prolongado y ronco, vibró en el espacio como el eco de un cañonazo en un país montañoso.
La superstición es la compañera inseparable de los espíritus poéticos. Y, aquellos jóvenes, embriagados de felicidad y malos presentimientos, se asieron de las manos, y miráronse por algunos segundos con una expresión indefinible. Editza, al fin bajo la cabeza, como abrumada por alguna idea profética y terrible.
-¿Por qué me separas tus ojos luz de mi alma?-preguntó Céar, después de un momento de silencio.
-¡Oh, no!... yo te miro… yo te miro en todas partes, Céar mío-respondiole la joven, mirándolo con una sonrisa encantadora y dulce.
-Pero tú has cambiado, vida mía.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Te engañas, Céar mío, yo no cambio jamás.
-Esta vez sí… hace un momento que irradiabas de felicidad y de amor…y, ahora…
-¿Y, ahora?
-El brillo de esa felicidad se ha nublado.
-Es porque la felicidad es un cristal que se empaña de repente con nuestro propio aliento.
-¿Desconfías acaso de nuestra suerte?
-Sí.
-¿Por qué? Esposa mía, ¿por qué?
-No sé… pero… quizás, este viaje que vamos a realizar.
-¿Tienes algún mal presentimiento?
-Aquí, aquí hay una voz que me dice, que me habla no sé qué, pero que yo interpreto tristemente-dijo Editza, poniéndose la mano derecha sobre su corazón.
-¡Supersticiosa!-dijo Céar, tomando aquella mano que había estado sobre el corazón de su amada y llenándola de besos. Y, una nueva y dulce sonrisa pasó otra vez jugando por la preciosa boca de la beldad chocoana, descubriendo sus bellos y blancos dientes. Enseguida levantóse y dijo a su esposo: Vamos, se nos hace tarde y debemos ya embarcarnos.
La mano del joven rodeó la cintura de la bien amada de su alma, mientras el brazo de ésta reposaba sobre su hombro, y asidos de ese modo los esposos llegaron a la nave.

Continuará...
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viernes, 28 de diciembre de 2007

Alma Mística (tercera entrega)

El alba del diez de Abril había despedido al fin aquella triste noche, testigo de la ejecución de un crimen horrible y de la combinación de otros mayores.
La blanca luz de esa beldad pudorosa de los cielos que asoma tierna y sonrosada en ellos para anunciar la venida del poderoso rey de la naturaleza, no podía secar, con el ternísimo rayo que emanaba de sus ojos, la sangre de inocentes que manchaba la orilla esmaltada de ese océano, de cuyas olas se levantaba, cubierta con su velo de rosas su bellísima frente de jazmines, pero argentaba con él las palmeras de esa aldea a quien los poetas románticos hubieran podido llamar la emperatriz del mar pacífico.
Dormida sobre su inmensa playa, Virudó, la ciudad de propensiones nostálgica por naturaleza, parecía que quisiese resistir las horas del movimiento y la vigilia que le anunciaba el día y conservar su noche y su molicie por largo tiempo todavía. En sus calles arenosas, se escondía aún, bajo las dispersas casas, algunas de esas medias tintas del claroscuro de los crepúsculos, que ponen en vacilación los ojos y en un cierto no sé qué de disgusto al espíritu.
Una de esas brisas del mar, siempre tan frescas y puras, en las zonas meridionales de la América, purificaba la ciudad de los vapores húmedos y espesos de la noche, que el sol no había logrado levantar del lodo de las calles; y aquella brisa, embalsamada con las violetas y los jacintos que alfombraban en esa estación las arenosas praderas, derramaba sobre aquel pueblo un ambiente perfumado y sutil que se respiraba con delicia.
¡Todo era preocupación y misterio!
Al oriente sobre el tranquilo horizonte del pequeño río, el manto celestino de los cielos se tachonaba de nácares, a medida que la aurora se remontaba sobre su carro de ópalo y las últimas sombras de la noche amontonaban en el occidente los postrimeros restos de su deshecho imperio.
¡Oh! ¿Por qué ese velo lúgubre y misterioso de las tinieblas no se sostenía suspendido del cielo en la atmósfera de esa ciudad, de donde, al parecer, la mirada de Dios se había apartado?
Si la maldición terrible había descendido sobre su cabeza en el rayo tremendo del enojo de la divinidad ¿Por qué, entonces, la Tierra no rodaba para ella sin sol y sin estrellas, para que la tortura y el crimen no profanasen esa luz de Abril?... Pero la naturaleza parecía hacer alarde de su poder, rebelde a las insinuaciones humanas, cuanto más la humanidad busca en ella alguna afinidad con sus desgracias.

Editza, sentada en un taburete, su rostro más preocupado y triste que de costumbre, fijaba sus ojos en la claridad melancólica de la luna. A su izquierda está su esposo, pálido como una estatua, con el cabello renegrido y rizado que cae sobre sus sienes descarnadas y redondas, con que la naturaleza descubre la finura de espíritu de aquel joven, como en su ancha frente la fuerza de su inteligencia.
-Y, ¿Qué piensas esposa mía?- preguntó Céar con una voz amorosa y débil, después de unos momentos de silencio que parecieron siglos.
-Bastante preocupada por la desgracia que ha empezado a reinar en este hogar-dijo Editza, levantando la cabeza y fijando sus ojos tristes en los de su esposo.
-Mi amor-dijo Céar, tomando nuevamente la palabra, soy yo el causante de este infortunio y no quiero comprometer tu suerte; es decir, quisiera abandonar la casa pero solo, porque es a mí al único a quien persiguen.
-Creo que usted me conoce muy bien, y sabe que por amor he cumplido para con usted una obligación sagrada que el corazón me impone y con la cual mi carácter se armoniza sin esfuerzo. Busca emigrar solo dejándome a merced de los asesinos, ni pensarlo. Y ¿qué habría de noble y grande en el alma de una mujer sino arrostrarse también algún peligro por la salvación del hombre que ha amado toda su vida?
-¡Editza!-exclamó Céar-, tomando entusiasmado una de las manos de la joven.
-¿Cree usted Céar mío, que bajo el cielo que nos cubre no hay también mujeres que identifiquen su vida y su destino con la vida y el destino de los hombres? Y si es menester huir de la patria, yo lo acompañaré a usted en el destierro; si peligra en ella, yo interpondré mi pecho entre el suyo y el puñal de los asesinos y, si es necesario, subir injustamente al cadalso por la libertad de la patria que lo vio nacer, yo lo acompañaré también.
Y, Céar, pálido y sollozando, trémulo de amor y de entusiasmo, llevó a sus labios la preciosa mano de aquella mujer en cuyo corazón había depositado toda su felicidad.
Las manos de los esposos no se separaron, pero el silencio, ese elocuente emisario del amor, al que se debe tanto en cierto momento, vino a hacer que el corazón saborease en secreto las últimas palabras de los labios.
-¡Perdón mi amor!-dijo él, sacudiendo su cabeza y despejando las sienes de los cabellos que la cubrían. Perdón, he sido un insensato, pero, no, yo tengo orgullo de mi amor, y lo declararía a la faz del mundo: amo y no espero, he aquí mi defensa, si la he ofendido a usted. Dulces, húmedos, aterciopelados, los ojos de Editza, bañaron con un torrente de luz los ojos ambiciosos de su esposo. Esa mirada lo dijo todo.
-¡Gracias esposa mía!-exclamó el joven, arrodillándose delante de la diosa de su paraíso.
Editza puso la mano sobre el hombro de su amado, sus ojos estaban desmayados de amor. Sus labios rojos como el carmín, dejaron escurrir una fugitiva sonrisa. Y tranquila, sin volver los ojos de la contemplación estática en que estaba, su brazo derecho extendióse y el índice de su mano señaló el reloj de péndulo que se encontraba en la pared.
Céar volvió la mirada al punto señalado y,…
-¡Ah! Exclamó, ya es hora de partir y afrontar el futuro incierto que nos espera. Y, ellos no pudiendo soportar más un presentimiento de desventura y una tristeza profunda que los invadía, decidieron abandonar el humilde hogar, angustiados, sombríos, ante la inexorabilidad de aquel destino.
La luna brillaba reluciente en las alturas, las nubes, como cisnes eucarísticos, con sus alas abiertas la seguían en su ascensión, con actitud estática como esos serafines que sostienen la hostia santa en los viejos monasterios.
Fue en esa madrugada, bajo la transparencia casta de ese cielo poblado de visiones luminosas, que Céar y su esposa, por caminos diferentes, abandonaron el hogar, con la ciencia fatal del miedo y la desesperación.



Continuará...
Viene lo mejor

jueves, 27 de diciembre de 2007

Alma Mística (segunda entrega)

Haciendo uso del instinto de conservación, el joven atravesó la sierra, se extravió en los pantanos desmesurados, remontó ríos torrentosos, y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la fiebre antes de conseguir la ruta de enlace a las cabeceras del río Pavasa.

Virudó, que era, entonces, una aldea de unas cincuenta casas, de palmas, cantoneras y cañabravas, construidas a orillas del Mar Pacífico, de aguas diáfanas, saladas y azulosas, que se precipitaban por un estero pantanoso, rodeado de manglares y palmeras, asomó por fin; pero las aguas se le juntaron al ver en un claroscuro, asesinos regocijados haciendo alarde de su grandeza monstruosa, que compartían y destruían, violaban y ultrajaban, a diestro y siniestro mujeres indefensas.
Editza, oculta en la choza de su madre, que se había recostado a la espera desesperada del amanecer, con los nervios en tensión, estrujándose pierna contra pierna, magullábase los brazos en posturas incómodas; espolvoreaba brasas por los poros; enterraba y desenterraba la cabeza en la almohada sin poder cerrar los ojos.
Al toquido de Céar, saltó de la cama a la puerta, sofocada, con el resuello grueso como cepillo de lavar caballos.
-¿Quién es?
-¡Yo, Céar, abrí!
Ella, al verlo convertido en un andrajo, pálido, demacrado y lleno de sangre, corrió desesperadamente y lo abrazó; lo miraba, lo acariciaba, lloraba y lo besaba, pero sin decir palabra alguna: sentía un nudo en la garganta y los ojos encharcados por el llanto.
Después de pasada la emoción, Céar la separó con delicadeza y se dirigió a donde Octavila, su suegra; les narró el doloroso acontecimiento y les hizo saber del peligro que las asechaba.
-Usted es el único indicado para cuidar de mi hija-dijo la suegra, haga lo que mejor estime conveniente, pero ¡sálvela!
-No nos queda de otra –dijo Céar, sino irnos inmediatamente para cualquier parte.

El comandante Egirio, hombre de baja estatura, color moreno oscuro, nariz chata, ojos grandes, negros y penetrantes, mirada firme y diabólica, pasó por el puente a toda prisa acompañado de un grupo de facinerosos-una vez la muchacha en mi poder- les venía diciendo, ustedes pueden saquear la choza, les prometo que no saldrán con las manos vacías; pero, ¡eso sí! Mucho ojo ahora, se nos pueden escapar estos malditos conservadores, y nuestra misión es acabar con todos, tenemos que demostrar nuestro verdadero amor al partido liberal.
A un hombre como Egirio, sin entrañas, no era la bondad que lo llevaba a sentirse a gusto en la presencia de una emboscada asesina, tendida en pleno corazón de la aldea contra un pobre hombre casi muerto e indefenso, protegido únicamente por el deseo de vivir.
Ignorantes e imbéciles como Egirio, no iluminan como los sabios, pero engañan como los farsantes; no son revolución, sino trastornos; poseen sed de sangre y fiebre de poder. Esa agrupación bastarda y horrorosa, con características pestilentes, ¿de dónde surgió? Según sus blasfemias, eran miembros del partido liberal colombiano, así lo manifestaban por todo el pueblo con voz al cuello; grupo de sádicos, manada de ignorantes que salieron de la nada.
Egirio, en esa tierra, fue la personificación del crimen. La historia de tales aldeas no presenta otra figura más odiosa. Egirio fue la enorme vaca andrógina, hecho para desconcertar por igual todos los cálculos de la zoología y todos los postulados de la ética. Perteneció a ese grupo reducido de seres, nacidos para hacer enrojecer la historia.
En la escala teratológica, Egirio no perteneció a los felinos, ni a los carniceros, ni a los grandes y terribles destructores, cuyas siluetas hacen una sombra de pavor en la historia y en las selvas. Perteneció a los rastreros, a los silenciosos, a los vertebrados inferiores: es de la raza de los vipéridos. No busquéis en él ninguna forma de fuerza que no sea la de la astucia, ninguna grandeza que no sea la del mal. No esperéis verlo saltar en plena luz meridiana, sobre el campo del peligro y devorar la presa, no, la luz hubiera vencido aquel anfibio extraño que buscaba la sombra violácea de las aguas fétidas de los pantanos: mitad hiena mitad boa; esperadlo en la noche, en el silencio, a la hora de devorar los cadáveres, veréis entonces su silueta pávida entre el festín.
¿A qué escala zoológica, a qué sexo perteneció este ser colocado por la naturaleza fuera de ella y al cual se olvidó de clasificar? Asqueroso embrión, indefinido y repugnante ¿Cómo pudo ser colocado por el destino en el camino de los grandes hombres para destruirlos? Larvado, informe, con todas las apariencias de un fenómeno inservible y repugnante. ¿Por qué extraño misterio de la vida, algo así tan infinitesimal fue tan siniestramente fatal? Su pequeñez no tuvo matices, como la de ciertos insectos, que algunos llegan hasta ser luminosos. Fue de un negro monótono de sangre y de cloaca, difícil de distinguir del lodo que lo creó. ¿Cómo en ese átomo de anfibio pudo caber todo el abismo del mal? Vedlo a la luz crepuscular y oblicua con sus ojos llenos de diabolismo, deslizarse por el matorral del crimen, arrastrando las patas traseras, con un movimiento de hiena en las ancas escurridas. ¿Cómo pudo arrastrar en pos de sí una espada, este hombre que ignoró siempre donde quedaban los prados rojos, los ríos de fuego y las cimas incendiadas de la epopeya?
Sólo hay una cosa que Egirio ignoró tanto como el honor y la virtud. El día que hubiese de levantar una estatua a la cobardía, Egirio daría el modelo más perfecto de ella. El miedo, he ahí su musa. Fue el miedo que dio a esta liebre infecta la talla enorme de un monstruo. ¿No veis cómo le crecieron las garras bajo las pezuñas? Su enorme asnalidad se hizo trágica, como si leviatán, ebrio de sangre, se hubiera encarnado bajo la piel de aquel jumento enfurecido. ¿Por qué su acefalía absoluta no avanzó un grado más y lo hizo completamente idiota? Tal vez se hubiera salvado de quedar incluido en los recuerdos amargos de la historia.

martes, 25 de diciembre de 2007

Alma Mística (primera entrega)

Los habitantes de Cuevita fueron sorprendidos por un grito de terror, y asesinos despiadados, entraron en combate, consiguiendo la victoria, porque se enfrentaban a un pueblo inocente y desarmado. Desde ese instante, los criminales se alimentaron de sangre, como sombras de antropófagos en las llanuras de la era prehistórica; y principió esa orgía del sable, enloqueciéndolos como a los salvajes la danza sagrada en torno de la hoguera.
Un pueblo humilde y de rodillas, entregado al culto obligatorio de unos monstruos sin rivales, sufría la tortura y la maldad de la ignorancia en aquella contienda desigual.
Autómatas del crimen; corazones de verdugos; almas de asesinos; manos estranguladoras, cegaron la vida de muchos hombres honrados, de mujeres que eran modelos insospechables, de almas ingenuas. ¡El odio político era pavoroso!
Céar huyó de Cuevita por entre los matorrales estrechos y retorcidos, sin turbar con sus sollozos desaforados la respiración del cielo estrellado ni el sueño profundo de las aves. El crepúsculo del amanecer teñía los bordes del embudo que los manglares formaban alrededor de la aldea regada por el mar salado y limitada por sus hermosas playas. Medio en la realidad, medio en el sueño, corría por las faldas de la montañas, perseguido por los asesinos; corría sin rumbo fijo, despavorido, con la boca abierta, la lengua afuera, la respiración acezante. A sus costados y destrozando con el pecho, pasaban árboles y árboles, bosque y bosques…de repente se paraba con las manos sobre la cara defendiéndose de la espesa llanura inofensiva. En los confines de la serranía, en donde el bosque es menos denso, se desplomó en un montón de hojarascas y se quedó dormido.
Atardeció. Cielo verde, campo verde, hora en que se oían los cánticos de las aves y resabios de la naturaleza.
Los horizontes recogían sus cabecitas en el ocaso, las luces de los cocuyos apuñaleaban en la sombra, y el gran luchador contra el fantasma de la violencia que sentía encima, y con el dolor en una pierna ulcerada por el monte, despertó por un instante y se quedó nuevamente dormido entre plantas silvestres que convertían al bosque en un lindísimo paisaje.
Junto a un riachuelo de agua dulce y cristalina, el cerebro del joven agigantaba tempestades en el pequeño universo de su cabeza. Las uñas aceradas de la fiebre le aserraban la frente; disociación de ideas; elasticidad del mundo en los espejos; desproporción fantástica; huracán delirante; fuga vertiginosa; horizontal, vertical, oblicua, recién nacidas y muertas en espiral.
La luna entre las nubes esponjadas lucía claramente. Sobre las hojas húmedas, su blancura se tornaba lustre con tonalidad de porcelana. Apareció el crepúsculo, le subió la fiebre, sin recobrar el conocimiento y, como delirando, sintió el atropello de la muerte injusta. Siguió a grandes saltos de un volcán a otro, de nube en nube, de astro en astro, de cielo en cielo, medio despierto medio dormido, buscando llegar hasta el fin del universo. Toma un tren volador para alejarse velozmente del infierno, más allá del fuerte asesino; perseguido por los verdugos corrió hacia un cañal, pero en llegando…!madre!, un grito…, un salto…, un hombre…, la noche…, la chusma…, la muerte…, la sangre…, la fuga…, Céar… ¡agua para mi amor!
El dolor de la pierna lo despertó, dentro de los huesos sentía un laberinto de dolor. Sus pupilas se entristecieron a la luz del día. Dormidas enredaderas adornadas de lindas flores invitaban a reposar bajo su sombra, frente a la frescura de una fuente que movía la cola espumosa como si entre musgos y helechos se ocultara algún cisne distraído.
¡Nada-nadie!
Céar se hundió de nuevo en la noche de sus ojos, a luchar con su dolor, a buscar postura para la pierna ulcerada y a detenerse con las manos el labio desgarrado.
Reflejos moribundos de la tarde formaban un crepúsculo doliente. Entre relámpagos huían las sombras de los tábanos convertidas en mariposas misteriosas.
El firmamento parecía un encanto, iluminado, opulento, como un manto de nácar; y la tarde vibraba toda como un arpa mágica, con un tono sonoro, producto de las ondas brillantes y cristalinas del mar.
Una luz vaga descendía del cielo; el abismo del horizonte se hacía denso, y en el aire calmado el sol emitía rayos muy blancos de espléndidos fulgores.

viernes, 26 de octubre de 2007

Literatura (novela)

César Rodríguez Valencia
César Rodríguez Valencia, nació en Panamá y se crió en Colombia. Licenciado en Matemática y Física, Especialista en Física y Magíster en Física de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Actualmente se desempeña como profesor de Física en el Depto. de Física de la Universidad Nacional de Panamá. Correo electrónico:crovalen@gmail.com, crovalen@lycos.com. Teléfonos: (507) 5236234, 5236235, 5236236, Depto. De Física, Universidad de Panamá. Residencia, Teléfono - Fax: (507) 3911258, Celular: (507) 65678952 Panamá, República de Panamá


Alma Mística (Novela)
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Resumen
Editza, la delicada muchacha surgida de la pluma magistral del autor, es el modelo de mujer que lleva la virtud al heroísmo. En “Alma Mística” se ha inmortalizado ese heroísmo, con la violencia colombiana como sobrecogedor telón de fondo, donde los héroes se ven arrastrados a las más inesperadas aventuras. Sus vidas llenas de peligros y emociones, enfrentan las consecuencias de un naufragio, que tiene por norte y guía la nobleza y el coraje del alma angustiada de una mujer llamada Editza. Durante esa odisea colombo-panameña, transitan por caminos difíciles, escabrosos, poco menos que imposibles...



A los lectores
Estimado lector: Con mi más grande sentimiento de admiración y aprecio le recomiendo mi novela "Alma Mística", plenamente convencido de que no se arrepentirá de su adquisición, porque en ella narro una apasionante odisea colombopananeña sufrida por mis padres, razón de mi nacimiento en Panamá y mi doble nacionalidad.
Toda mi vida la he dedicado al estudio, investigación y enseñanza de la Física y la Matemática, aunque la literatura ha sido una de mis más grandes pasiones.
Lo más importante de la obra no es el contenido de la historia que se narra, ni el lenguaje sencillo que se utiliza, sino la enseñanza que transmite. En ella hago un verdadero reconocimiento a las madres con su amor sincero y puro, a la profesión de educador y al sacrificio que hacen los pobres del Darién (Panamá) y del Chocó (Colombia) para superarse. Y es por ello que conceptúo que esta obra de carácter universal interesaría al público lector de Panamá, Colombia y el mundo, especialmente a profesores y estudiantes, porque conocerían es sus páginas las características de nuestro selvático y embrujador Darién, como también los rincones del Chocó colombiano, a más de identificar las emociones y vicisitudes de sus habitantes.

César Rodríguez Valencia

César Rodríguez Valencia

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