lunes, 12 de enero de 2009

Glinnila

Glinnila

Cada vez que leo algún párrafo de la novela “Alma Mística”, http://www.lulu.com/content/1431634
http://cesarrodriguez.bubok.com/
siento una especie de estremecimiento portentoso como cuando vi a Glinnila por primera vez. Avanzaba ella en las tonalidades amatistas y violetas del paisaje, con su belleza de madona, cual si se desprendiese de un cuadro de devoción.
En la beatitud languidecente de la hora y la semicalma augusta de la escena virgiliana, ella era como una gran flor de nieve, un lirio de ópalo, abriendo sus pétalos eucarísticos en la brisa densa de la bahía rumorosa.
En la atmósfera lánguida, pesada con el calor de la hora, el viento susurraba como un arpa mágica en el silencio profundo y, ella, avanzaba descuidada, soñadores los grandes ojos visionarios, con un gesto sonambúlico por el sendero arenoso.
Absorta en no sé qué ensueño como de cosas lejanas, no había visto a los dos que la observaban, y al hallarse así frente a nosotros, en la playa solitaria, tuvo un movimiento de sorpresa, cuasi de miedo y se detuvo. Quedó un momento abrazando un canasto lleno de conchas marinas, que abarcaba con sus brazos como para protegerlo y protegerse de aquel peligro imaginario.
Contestó apenas nuestro saludo con una leve inclinación de su cabeza, llena de una vergüenza algo infantil, y desapareció presurosa bordeando la ribera. Y, quedamos solos, a orillas del mar, viendo perderse allá, lejos, la negra cabellera que el crepúsculo incendiaba sobre la espalda como una púrpura real, y la forma ondulante y morena que desaparecía como un fantasma de ilusiones.
Y, temblé como ante algo misterioso, alzado cerca de mí en el fondo oscuro de una selva.
¿Quién era ella?
¿De dónde surgía esa flor radiante de belleza, encarnando en la euritmia de sus líneas, todo el ideal, toda la poesía y todo el deseo de la vida, centellando en el fondo de la noche divina que se desprendía de sus pupilas de abismo?
-¡Qué mujer tan linda!- exclamé yo- ¿Cómo se llama?, le pregunté a mi colega.
-Glinnila- respondió Evangelista.
-¿De dónde es?
-De Nuquí, y estudia en el Colegio.
Mientras Glinnila escuchaba distraída la clase de literatura en un aula del Colegio, miradas extrañas la espiaban, un corazón amante suspiraba cerca de ella.
Mi culto silencioso fue como el de Vespertino por la Lámpara Sagrada: siempre girando en torno a ella y siempre lejos…Y cuando ella transitó cerca de mí, me provocó casi postrarme, como si hubiera pasado en sus andas doradas la Virgen del Carmen que era la patrona de aquel pueblo. Vinieron desde entonces, las noches de insomnios, las nostalgias asfixiantes, las ilusiones y anhelos de esa fiebre encantadora que se llama amor. Amor de veinte años, fresco y puro como una mañana primaveral, amplio y despejado como un horizonte, casto y primitivo que se desbordó en mí. No era ese amor superficial de los jóvenes de la ciudad, mancillados con besos de meretrices y abrazos de sirvientas: amor de deseos torpes; amor marchito, nacido en corazones gastados y sin fuerzas, para esas grandes pasiones que llenan, embellecen y acaban con la vida. Así no era mi amor...
Culto no confesado, crecía en el silencio de mi corazón y se alimentaba en el aislamiento de mi alma.
¿Cómo atreverme a confesarle ese martirio? De pensarlo no más me estremecía.
¿Cómo arrancar entonces ese amor? ¡Oh, no lo quería tampoco! Consumirme en llamas era mi ideal.
¡No hay necesidad de despertar los recuerdos, ellos llegan a su hora, mendigos habituales que vienen a pedirnos una pequeña contribución de nuestras lágrimas, y hemos de dárselas!
En mi lecho solitario, llevé a la mente aquella figura señorial que llamé Glinnila. Me parecía verla en ese andar cuando se esfumó como un espanto en la salida del colegio y, en esas tantas noches de desvelos, era el recuerdo, el deseo de mi alma, los que torturaban lentamente mi corazón y, en mis visiones, era ella, la adorada, la que se me abrazaba al cuello, me quemaba con sus ojos, me devoraba con sus besos, y se extendía a mi lado, bella como una Venus con su rostro de madona.
Pálido, jadeante, me levantaba entonces, como para expulsar de allí aquella extraña visión…
Y, apoyando mi frente contra el cristal de la ventana, con aire extraviado de un presidiario en la puerta de su reja, permanecía absorto horas enteras, mirando en la sombra, ¿qué? La cara de Glinnila; y la gran tentación, la rosa de carne con pétalos de deseos que creía haber dejado sobre el lecho, se me aparecían, entonces allá, a lo lejos, con blancuras diáfanas, en transparencias de ópalo, bajo la arcada misteriosa de los árboles, ofreciéndome sus labios, en el esplendor de su belleza desnuda, allí, sobre la grama húmeda, sobre el campo florecido, bajo aquel cielo estrellado, en el ideal del refinamiento y del misterio. Y, luego, la visión se alejaba lenta, pausadamente, con la cabellera cuasi negra, coronada de orquídeas, destrenzada bajo la caricia de los dedos de la noche violadora, destacándose como una flor de nieve sobre la campiña verde, llamándome para lejos, más lejos, a la profundidad de los bosques, entre los matorrales impenetrables, hacia blandos lechos de musgos, a la gran cópula carnal y al beso irredimible; y como Silvano Loco, íbame en pos de la ninfa de mis anhelos. De repente, un fulgor blanco despuntaba del cielo, cual si el ala de un pájaro de nácar hubiese roto la cortina umbría. Y aquella irídea claridad naciente, anunciaba a la tierra el despuntar el día. Despertaba el valle somnoliento, bajo un manto verde de esmeraldas; y en infinita variedad, los lirios levantaban su lánguida corola; y, yo, con la cabeza entre las manos, perseguido por mis pensamientos, me veía a esa hora todo aletargado estallar en sollozos, y, quedaba absorto…
¿Soñaba o meditaba?
¿En qué comarca del país azul volaba mi alma?
¿Estaría en las regiones apacibles, donde bajo un cielo puro, nacen las pálidas flores, los geranios enfermos de la fe?
¿Vagaría en esos valles encantadores, donde bajo un cielo ardiente, abren sus cálices de púrpura, las rosas del deseo y se extiende exuberante la floración divina del amor?
¿Escucharía la música de un lejano país, que tenía mucho de ensueño y donde el coro de los poetas cantaba a sus oídos el himno suave de la eterna dicha?
Así, torturado por la visión, permanecí horas enteras, hasta que en una de esas tantas noches de desvelo, que no pude conciliar el sueño, invité a unos amigos, y bajo la ventana por donde dormía Glinnila, entonamos una de esas serenatas apasionadas y melancólicas, producto de corazones enamorados. Cantamos con el alma esos paseos y vallenatos hechos para hacer soñar y hacer sufrir a las almas sensibles. Y cuando callábamos, el eco de nuestras voces varoniles, esparcidas en cadencia, iba a perderse en el aire calmado, bajo el cielo brumoso, en aquellas inmensidades vagas del mar. Allí nos sorprendió el crepúsculo; momento en que, como una diosa que abandona con la primera luz del alba el lecho tibio de plumas y musgos en que dormía, Glinnila arrojó a sus pies la manta y ligera saltó del lecho suyo. En pie sobre la alfombra dejó caer la túnica importuna, que rodó a sus plantas cubriéndolas por completo. Y así, parecía como emergiendo de las espumas inmaculadas del mar, cual si apoyase sus pies en una ostra nacarada en perlas y corales. Y quedó allí, desnuda, casta, impotente. La estancia toda parecía iluminada al resplandor radiante de su cuerpo.
“¡Deidad terrible la mujer desnuda. Terrible porque así es omnipotente!”
Glinnila en su desnudez de diosa, sola en ese templo sin creyentes, sobre la piedra consagrada del altar, se entregó a la inocente contemplación de su belleza inigualable. Y, en la atmósfera calmada, tibia con los perfumes de su cuerpo, se sentía en el aire algo así como las vibraciones del himno triunfal de su hermosura.
Venus saliendo de las espumas inmaculadas del mar, no fue más bella que aquella virgen, surgiendo así de su lecho, blanco como la nieve, donde quedaban intactas, tibias todavía, las huellas de su cuerpo perfumado.
Arrojando a un lado y a otro la mirada ingenua de sus ojos, aun somnolientos, avanzó unos pasos y se halló frente al espejo, que parecía temblar ante el encanto y el huracán de esa belleza desnuda. Sus pechos pequeños, erectos, duros, con delicadas venas azules que terminaban en un botón vivo, color de sangre joven; por su perfección, podrían como los de Elena, haber servido de modelo para las copas del altar. Su cuello largo y redondo como la columna de un sagrario. Sus piernas duras y torneadas remataban en pie diminuto, de talones rojos como claveles de valle, y dedos que semejaban botones de rosas aun sin abrir en el crepúsculo.
Frente al espejo se contemplaba serena, aquella contemplación era inocente, se veía y se admiraba, tenía el casto impudor de la infancia, era descuidada porque así era pura, y sin embargo, en aquella hermosa esmeralda humana se ocultaba el fantasma del dolor...

http://www.lulu.com/content/1431634
http://cesarrodriguez.bubok.com/

César Rodríguez valencia
crovalen@gmail.com

No hay comentarios:

César Rodríguez Valencia

César Rodríguez Valencia

Datos personales